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La aceptación de lo inaceptable.

Entrada de reflexión:

Vivimos tiempos convulsos, y yo no pudo evitar sentirme cada día más rota y desesperanzada. Lo verdaderamente preocupante de nuestro tiempo no es únicamente la persistencia de guerras, el avance del racismo y la xenofobia o la multiplicación de las desigualdades. Lo más preocupante es la normalización que la sociedad está haciendo de todo ello.

La violencia y el sufrimiento humano han dejado de ser acontecimientos extraordinarios para convertirse en parte del flujo cotidiano de información. Vemos imágenes de ciudades destruidas, familias huyendo, niños heridos, y sin embargo las consumimos como un contenido más, situado entre anuncios publicitarios o el último reto viral. El horror ya no interrumpe la rutina: convive con ella. Y en esa normalización es donde radica la derrota más profunda, la aceptación de lo inaceptable.

El odio, del mismo modo, ha adquirido carta de legitimidad. Discursos que antes habrían sonado intolerables, hoy se presentan como simples “opiniones”. La retórica de la exclusión, el desprecio hacia los vulnerables, la criminalización de quienes son diferentes, se han instalado en la esfera pública como si fuesen parte natural del debate. La violencia verbal se ha convertido en un entretenimiento más y la crispación política en norma.

En paralelo, la indiferencia se consolida. Las muertes en el Mediterráneo ya no escandalizan -de hecho, molestan-; los asesinatos de mujeres se perciben como una estadística más; la existencia de toda una infancia bajo las bombas se asume como un daño colateral inevitable… En contraste, lo que provoca indignación de verdad es la supuesta “invasión” de quienes buscan refugio, las “subvenciones” que reciben, o la idea de que vienen a “quitar el trabajo” o a “robar”. Pero la realidad es que, lo que les indigna no son sus actos, si no el color de piel de sus autores, pero solo cuando este es diferente al de ellos, porque si no, como por arte de magia, la indignacion desaparece. Se produce así una inversión moral: el sufrimiento humano pierde centralidad, mientras que el odio y el recelo adquieren un lugar privilegiado.

Nos creíamos distintos, mejores, una humanidad en progreso. ¿De verdad seguimos creyendo eso? Porque me cansa comprobar cómo, cada vez con más fuerza, se multiplican a mi alrededor discursos de odio, ya sean racistas, machistas o de cualquier otra forma de exclusión.

Tal vez ni siquiera vivimos un retroceso, sino más bien una constante histórica. La humanidad se presenta como moderna, distinta, desarrollada; sin embargo, repite con variaciones los mismos errores. Los discursos cambian de forma, pero no de fondo. La hostilidad hacia el otro reaparece una y otra vez, adaptada a los tiempos, sostenida por los mismos miedos y resentimientos.

Aceptar esta repetición resulta doloroso porque pone en cuestión la idea de progreso moral. La historia no garantiza redención, ni la humanidad parece aprender de sus fracasos. El odio retorna cíclicamente, normalizado, consumido, e incluso aplaudido.

¿En qué nos hemos convertido? Tal vez en lo mismo de siempre: una humanidad que se contempla en el espejo del odio y rara vez reconoce en él su propio reflejo, o que tal vez, se reconoce demasiado bien.

 

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